Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que el Metroidvania ha dejado de ser un género para convertirse en una obligación moral del desarrollo independiente. Ya conoceis la fórmula: mapa laberíntico, héroe taciturno, doble salto y esa manía de hacernos volver sobre nuestros pasos como quien busca las llaves del coche en un vertedero. El mercado está saturado, el aire viciado y, francamente, uno empieza a sentir que juega al mismo título una y otra vez con diferentes sombreros.
Y entonces, llega Constance.
Lanzado este pasado noviembre de 2025, Constance no viene a reinventar la rueda, sino a pintarla de colores chillones mientras la rueda arde.
La Tiranía del Rigging vs. El Sudor del Dibujo
Lo primero que golpea la retina es una obviedad técnica que esconde una declaración de principios. En una industria obsesionada con la eficiencia del «rigging» (esa técnica de marionetas de papel donde mueves un brazo rotando un hueso digital), Constance elige el camino del dolor: animación tradicional, cuadro a cuadro.
¿Por qué importa esto? Porque el «rigging» es matemática, pero el dibujo a mano es física.
Cuando Constance —nuestra protagonista, una artista en plena crisis de burnout— golpea con su brocha, no vemos un algoritmo ejecutando una orden; vemos el peso, la inercia, la deformación de la materia. El juego aplica los principios de squash and stretch de la vieja escuela de Disney a una experiencia interactiva.
El resultado es que el personaje no se mueve por la pantalla; fluye a través de ella. Es una distinción sutil pero fundamental para el pulgar que sujeta el mando. Se siente caro. Se siente humano. Se siente, paradójicamente, real.

La Economía del Agotamiento
Pero donde Constance se pone verdaderamente interesante – y donde el guion saca los codos – es en cómo convierte la neurosis en mecánica de juego.
Aquí no hay maná. Hay pintura. Y la pintura es, a la vez, tu munición y tu salud mental. El juego introduce una idea perversa: si te quedas sin creatividad (pintura) y sigues forzando la máquina (usando habilidades), empiezas a consumir tu propia vida. Entras en «Corrupción».
Es la metáfora del burnout laboral más literal y efectiva que he visto nunca. El juego te grita: «¿Quieres seguir trabajando estando vacío? Bien, pero te va a costar sangre».
Esta mecánica genera una tensión constante que te obliga a ser agresivo para recargar, pero cauto para no autodestruirte. Sumado a una movilidad líquida a través de la mecanica de convertirse en pintura, deslizarse por las paredes, atravesar rejillas, el combate se convierte en una danza frenética. No es un combate de «parry» y paciencia como en Hollow Knight; es un combate de flujo, de no detenerse nunca, porque detenerse es empezar a pensar, y pensar es lo que nos ha metido en este lío en primer lugar.

Luces, Sombras y Mapas que Mienten
No todo es vino y rosas en el psiquiátrico de colores de Constance. El juego, en su afán por ser «artístico», a veces se olvida de ser funcional. El mapa es un desastre precioso. Imita un boceto en un cuaderno, lo cual es temáticamente coherente, pero logísticamente una pesadilla. Navegar por los biomas —desde la óxidada Janky Junction hasta la académica frialdad de Astral Academy— a veces requiere más fe que orientación.

El Veredicto
Constance es una obra imperfecta, sí, pero sus imperfecciones son las de un artesano, no las de una cadena de montaje. Es un juego que entiende que la angustia es un motor creativo y que, a veces, la única forma de salir del pozo es manchándose las manos.
No lo jugueis porque sea el nuevo estandarte del indie. Jugarlo porque, en algún momento, todos nos hemos sentido como Constance: golpeando una pared con un pincel seco, esperando que, de algún modo, brote el color.
